miércoles, 16 de marzo de 2011

"La meta", por José Antonio Hernández Guerrero

Partiendo del convencimiento de que la tarea del escritor -y mucho más la del periodista- consiste en contar, de la manera más exacta y más clara posible, los episodios que vive o presencia, he decidido componer este texto transcribiendo las palabras que me ha dirigido Ricardo, un anciano lúcido al que, de vez en cuando, visito en la residencia donde, desde hace tres años, vive y convive. Él afirma que allí "también muere y conmuere".
Les confieso que estas conversaciones apacibles con este hombre que habla en voz baja me sirven para aislarme de esos ruidos externos que me impiden oír y disfrutar de los sonidos de la naturaleza y del espíritu.
En este ambiente calmo tengo la sensación de que me despojo de las orejeras impuestas por los medios de comunicación, me salgo de los carriles trazados por los líderes políticos, me libero de la noria impuesta por la convenciones sociales y que, sentado al borde de la autopista, respiro a pleno pulmón.
Ahora, ya en la última etapa de mi vida reconozco con dolor -me explica Ricardo- que he recorrido la mayor parte de mi existencia estimulado por una estéril ansiedad; confieso que he vivido inquieto y desasosegado. He surcado largas travesías que no me han llevado a ningún puerto. Hasta ahora, desgraciadamente, no había encontrado el momento oportuno ni el lugar preciso para ejecutar proyectos porque nunca fui capaz de trazarlos ni de recorrerlos palmo a palmo.
He gastado todas mis energías en investigar científicamente las raíces secretas de esta ansia incontenible de correr a ninguna parte, de cambiar de lugares, de tiempos y de personas; he luchado tenazmente con el propósito de descubrir las raíces secretas de estas extrañas manías. Posiblemente los demás problemas que tengo planteados estén íntimamente relacionados con el primero.
Cuando me invitaban a un acto, preguntaba, más que por la hora del comienzo, por su duración y, hasta en las fiestas, siempre esperaba con ansiedad el momento en el que empezaban a despedirse los invitados. De las novelas sólo me interesaban los finales. Tenía excesiva prisa por acabar los trabajos y, sin embargo, no quería morir. Me inquietaba la marcha lenta de los relojes, me impacientaba el alba y me tranquilizan los atardeceres.
Pero ahora, cuando, en esta residencia de la tercera edad, he mirado detenidamente los ojos transparentes y la sonrisa abierta de Carmela, he decidido pararme, no cambiar de lugar ni correr para llegar a nuevas metas. Detendré el reloj, pararé el tiempo y lograré que cada minuto sea eterno. Ahora -convencido de que todavía estoy a tiempo para disfrutarlos- escogeré los caminos más largos, tiraré por las veredas que más me alejen del destino.
Al salir de la residencia he recordado que el crítico literario francés Maurice Nadeau dice que las grandes novelas son aquellas que transforman al escritor al hacerlas, y al lector al leerlas. El arte, efectivamente, es más que una simple decoración y la literatura más que una mera diversión. Me atrevo a afirmar, incluso, que el trabajo del poeta se reduce a observar y a escuchar con atención mientras que busca la palabra adecuada para atinar con el nombre verdadero de lo que percibe. Estoy convencido de que, al nombrar la realidad, no sólo la transformamos sino que, en cierta medida, nos trasforma a nosotros: la palabra no deja el mundo intacto.
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