miércoles, 1 de octubre de 2014

"El secreto de Los Alcornocales", por Luís Alberto Fernández Piña

El amigo y compañero de senderismo Francisco Vega me dijo una tarde: «Te tengo que decir una cosa, pero no se lo digas a nadie... he visto un duende en Los Alcornocales». Pensé que me estaba tomando el pelo y me reí ante su comentario. «Vamos hombre, no me digas que tú crees en esas cosas», le dije con un tono de burla. Pero su cara no reflejaba ninguna broma: mostraba seriedad, y quizás algo de temor. «Ve mañana al Paseo a las siete de la mañana», fue lo único que me dijo antes de marcharse con actitud seria. Me dejó totalmente incrédulo, por una parte pensaba que era una de esas bromas que solía hacer porque esos seres solo existen en los cuentos y en la imaginación; pero por otra parte había visto en su cara que me había dicho la verdad.


A la mañana siguiente fui al Paseo de Jimena sobre las siete para ver si Vega se presentaba. El cielo resplandecía ya con las tonalidades que precedían al amanecer, y el frescor parecía aumentar con cada minuto que pasaba. Siempre he oído eso de que justo al amanecer hace más frío que en la madrugada, y por lo que veía esa mañana parecía ser verdad. Cuando subí los escalones que llevan a la plaza de la Constitución, que todos conocemos como el Paseo, comprobé que Vega ya estaba allí esperándome. «Creía que no ibas a venir», me dijo cuando me acerqué. «Tengo que ver eso con mis propios ojos, si es que es verdad», le dije mirándole a la cara para comprobar su reacción. «¿Crees que me iba a levantar antes de las siete de la mañana para venir aquí y gastarte solo una broma?» No esperó mi respuesta y se puso en marcha.

Desde el Paseo bajamos hasta la Pasada de Alcalá, cruzamos el puente y fuimos por el margen del río Hozgarganta que lleva hasta la fuente del Regüé. Toda esta primera parte la conocía, no era nada nuevo para mí puesto que me gusta el senderismo y suelo dar unos buenos paseos por los espléndidos senderos que hay en Jimena, como el que va por la ribera del río Hozgarganta, el de la Vereda Real que conduce hasta Castellar de la Frontera o hasta Ubrique, o por ese que lleva a las magníficas vistas de Las Asomadillas. Pero no fuimos por ninguno de esos caminos a los que estaba acostumbrado, todo lo contrario: Vega me condujo durante horas por unos senderos cada vez más estrechos y espesos a medida que nos adentrábamos en Los Alcornocales, muy alejados del pueblo. Durante el camino apenas hablamos, de vez en cuando le hacía un comentario pero él contestaba con respuestas rápidas, se le veía muy concentrado en el camino que tenía que seguir. Era tal su silencio que llegué a pensar que se había perdido y que tendríamos que volvernos en algún momento para buscar el camino correcto; pero él solo se detenía algunas veces cuando otra senda se cruzaba por la que íbamos, y después de unos segundos mirando o buscando señales que solo él conocía, continuaba con paso decidido. Jamás habría imaginado que aquellos pasos de cabra conducían a alguna parte.
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Un fuerte olor como a huevos podridos comenzó a molestarme. Me detuve para mirar de dónde procedía aquella pestilencia y comprobé que el agua del río Hozgarganta se había vuelto azul. «Vega, ¿estás viendo lo mismo que yo? ¡El agua está azul!», exclamé fascinado por lo que veía. Él se detuvo y me contestó: «Nos estamos acercando al nacimiento del Hozgarganta, pero esto es solo el principio. Nos quedan por lo menos dos horas más de caminata. A partir de aquí te recomiendo que te tapes la boca y la nariz con algo, este olor lo utilizan ellos para disuadir a los que vienen y evitar que sigan adelante». «¿Ellos, quienes son ellos?», le pregunté confundido. Lo que me respondió me dejó aún más confuso: «Los del bosque».

A partir de ese punto la naturaleza se tornó irreal, todo era tan extraño que llegué a pensar que el fuerte olor me había dejado aturdido, o casi drogado, porque a medida que avanzábamos bajo la arboleda y entre los matorrales, la vegetación cambiaba a unas tonalidades imposibles. No dejaba de sorprenderme con este cambio pensando que era toda una contradicción a las normas de la biología que siempre había estudiado: en aquella parte las hojas de los árboles perdían el verde al que estaba acostumbrado y cambiaban su color por el azul oscuro, o incluso el violeta. De vez en cuando miraba a Vega para ver si estaba tan sorprendido como yo, pero él seguía hacia delante con su gesto decidido.
Más adelante él se detuvo y me dijo en un susurro: «A partir de aquí tenemos que ir muy silenciosos», su voz sonaba rara a través del pañuelo que se había puesto en la cara para no respirar aquellos gases. La senda por la que seguimos se hizo casi intransitable, teníamos que caminar agachados por la espesura que había, y otras veces hasta tuvimos que avanzar a gatas. Era como una muralla vegetal formada por matorrales que impedía el paso a los curiosos, aunque Vega parecía conocerse todos los huecos que dejaba la vegetación. También el mal olor se hizo mucho más fuerte, resultaba desagradable hasta con la nariz tapada con la camiseta. Caminando encorvado entre la espesura resultaba evidente que el mismo bosque se cerraba por allí para que nada ajeno pasase. Y no llegaba a imaginarme cómo Vega pudo encontrar él solo aquel lugar, sin perderse por aquellos rincones tan escondidos.

De repente un extenso claro apareció entre nosotros, y me puse de pie quitándome la camiseta de la cara. «Bienvenido al verdadero corazón de Los Alcornocales», me dijo Vega abarcando con su brazo todo el paisaje que nos rodeaba. «Esto es imposible», fue lo que dije sin creerme lo que estaba viendo. Delante de nosotros se mezclaban las copas de cientos de árboles con tonalidades azules, violetas, rosas, amarillas... Estos eran tan altos que formaban una especie de bóveda con sus ramas más altas, dejando solo unos pequeños huecos por los que entraban tímidos rayos de luz. Aquel rincón rebosante de fantasía estaba cubierto hasta en su parte posterior, como si los seres que allí habitaban no quisieran ser vistos ni desde el cielo.

«¿Eso es una seta?», pregunté señalando un enorme hongo que podría tener más de dos metros de altura. «Sí señor, eso es una buena seta. Si la viesen los de Chantarella no se lo creerían», dijo Vega sonriendo. «Mira eso, parece una mariposa», no dejaba de sorprenderme por lo distinto que era todo en ese lugar. «No, amigo Piña, has tenido suerte de verlas la primera vez que vienes, porque a mí me llevó más de una visita hasta que las pude ver: te presento a las hadas de Los Alcornocales.»
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No podía salir de mi asombro, aquellas formas que volaban de un árbol a otro, y que desde lejos se confundían con mariposas grandes, ¡eran hadas! Saqué el móvil para hacer algunas fotos a aquel lugar y a los seres que habitaban en él, pero Vega lo apartó bruscamente con su mano. «No hagas fotos aquí, nadie tiene que enterarse de esto», me dijo serio. «Este bosque lo tiene que ver la gente, esto es algo único que nadie imagina que hoy día existe. Hay que darle publicidad, que yo sepa nadie ha visto algo así en todo el mundo. Vega, esto vale dinero», le dije emocionado. «Es mejor que siga así, sin que nadie lo sepa», dijo él, había cambiado su cara y se mostraba muy serio. «No lo entiendo, tú siempre estás compartiendo fotos de nuestro entorno, esto también es parte de nuestro entorno y de nuestro patrimonio.»

Vega miró a su alrededor durante un rato sin decir nada, pero al cabo me miró y lo que dijo no me dejó indiferente: «Yo comparto las fotos de los sitios por los que todo el mundo puede ir y puede ver, los caminos comunes que cualquier senderista o amante de la naturaleza puede recorrer. Aquí no puede venir cualquiera, de hecho creo que somos las únicas personas que han pisado estas tierras desde hace mucho tiempo. Imagino que ha habido otros que por error, o por afán de descubrimiento, se han encontrado con este bosque tan especial, pero si nadie ha difundido su existencia es porque han mantenido su ubicación en secreto. Piña, si publicase las fotos de este lugar todos querrían que los trajese, y ya no es solo por los vecinos de Jimena, que hay muchos buenos y la verdad que no me importaría traerlos, es por los que siempre van haciendo daño a todo lo que encuentran a su paso. No llegaré nunca a comprender a esos que van de un lado a otro destruyendo lo que puede durar décadas o siglos si no es alterado, como si disfrutasen con el daño que dejan hecho para que los demás lo vean. ¿Cuánto crees que iba a durar esto si viniese gente con la intención de llevarse las setas que tienes delante, o esas plantas de colores y tan bonitas que ves por todos lados, o las hadas para meterlas en frascos y estudiarlas en laboratorios, o para vender a los duendes como animales de colección? ¿Cuántos años le echas a este bosque, que parece sacado de un cuento, si viniese unos de esos estúpidos tipos que solo ven construcciones por todos lados? Me repugna ese tipo de gente que va caminando por los Parques Naturales, o simplemente por el campo, y que miren hacia donde miren solo ven espacios donde poder construir hoteles de lujo, piscinas, pistas de no se qué, y campos de golf. Por eso es mejor que la magia que todavía pervive en Los Alcornocales siga intacta, tal y como se encuentra. Es verdad que otras veces se ha mejorado algo, o se ha protegido a nivel nacional o mundial, cuando se ha dado a conocer a todo el mundo; pero ante determinadas cosas la mejor protección es la ignorancia. El desconocimiento crea barreras muy difíciles de atravesar».

Vega guardó silencio y miró hacia el bosque. Una brisa de aire sopló de entre los árboles y nos llegó el olor de decenas de flores, aquel era el verdadero aroma del alma del bosque. Metí el móvil en el bolsillo comprendiendo lo que me había dicho él, tenía mucha razón, y no iba a ser yo quien revelase el secreto que mantenía a aquel bosque con vida.

«Mira, ¿ves aquellas sombras pequeñas? Esos son gnomos, pero son tan huidizos que si no los coges desprevenidos es imposible verlos.» A esas alturas sabía que Vega había ido allí muchísimas veces. «¿Cuántas veces has venido aquí?», le pregunté. «Conozco este sitio desde hace varios años, pero hasta hace poco solo miraba desde la linde y no me atrevía a entrar para ver a estos seres. Y siempre intento dejar que pase algunas semanas antes de venir otra vez, porque si no el camino se marcaría demasiado y otros podrían seguir mi senda. ¿Ves aquel quejigo tan enorme de hojas azules? Allí vive el duende que te dije. Vamos a saludarle.» Me guiñó un ojo y se encaminó silbando hacia el quejigo. Mientras caminaba llegué a ver muchas cabecitas asomadas entre la hierba o detrás de los troncos de los árboles, como si estuviesen vigilándonos por todos lados y en todo momento.

En su parte alta el quejigo tenía un trozo de su corteza rota que daba a su interior, y desde allí apareció la criatura más sorprendente que había visto en mi vida. «Amijo zenderita», saludó el pequeño ser de piel grisácea levantando su mano, con un acento peculiar. Su voz fue como el crujido de las ramas del quejigo, como el susurro del viento entre las hojas de los alcornoques, como el correr del Hozgarganta entre las areniscas del Aljibe; su voz contenía una esencia antiquísima que se estaba perdiendo. «Te ha hablado», dije sorprendido, y saludé también al duende que vivía en el quejigo azul más grande del bosque. Tuve la sensación de que él era algo importante en aquella zona, y fue entonces cuando llegué a ver a otras criaturas que se habían escondido en un principio, asustadas por nuestra presencia, pero que habían recobrado la valentía al oír la voz de aquel duende. Mirase hacia donde mirase había criaturas que no había visto nunca, y a las que no sabía como nombrarlas, al igual que decenas de plantas florecidas y con tonalidades que nunca antes había visto en una flor.
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No sé el tiempo que estuve fascinado contemplándolo todo, hasta que al fin Vega me dijo: «Tenemos que irnos, o nos va a coger la noche a la vuelta. Nos queda un buen trayecto hasta Jimena». Miré una vez más a mi alrededor, reteniendo en mis pupilas tanta belleza y paz desprendidas por todo lo que me rodeaba. «Que no te engañe lo que ves», me dijo Vega mientras nos dábamos la vuelta, «aunque lo veas todo lleno de vida el bosque se está muriendo, y los seres que viven en él también. El duende era antes de piel azul, del mismo color que el árbol en el que vive; pero la magia se está perdiendo y ellos se están debilitando. No somos conscientes de ello pero lo que hacemos alrededor de Los Alcornocales también afecta a su interior, a este hermoso corazón, y no le quedan muchos años de vida.»

El camino de vuelta me resultó triste, no quería desprenderme de todos esos sentimientos que me producía ese rincón oculto y mágico de Los Alcornocales. Había dejado una buena parte de mí allí atrás, y me producía tristeza el hecho de no saber si volvería a verlo todo tan colorido y rebosante.  Comprendía con tristeza que si aquel corazón se apagaba se extinguiría todo el bosque de alcornoques, ¿pero qué podríamos hacer para conservar aquello? Aquel paraíso no merecía ser perturbado. A Vega, en cambio, no se le veía triste: caminaba con una sonrisa en la boca, como si se llevase un poco de aquella fantasía dentro de él. A saber la de veces que había estado ya viendo a aquellos seres fantásticos, entre duendes, hadas y pequeños gnomos. Él era el único que conocía bien el camino y si lo pensaba bien era mejor que solo lo supiese una sola persona.

Llegando a Jimena nos encontramos con bastantes alcornoques secos, como si estuviesen afectados por alguna enfermedad o algún parásito dañino. Y comprendí que a Los Alcornocales no le quedaba mucho tiempo, que si no hacíamos algo pronto la magia se perdería para siempre, junto con sus extraordinarios habitantes.

12 comentarios:

Alvaro Becerra dijo...

Una maravilla amigo Luis Alberto me a encantado, gracias por compartirlo, tenia la espinita clavada desde que pusiste el fragmento hace unos días, enhorabuena es precioso y a la vez lleva un mensaje directo al cual todos tenemos que poner un granito de arena para que lo que nos rodea se conserve!!

Anónimo dijo...

Larguísimo tío !!

Mª José Andrades dijo...

Es precioso lo que has escrito. Hace poco fui con mi pequeña al cine y vimos la última película de Campanilla. Parece que al ir leyendo tu escrito estaba viendo una nueva película, espero que disfrutaras de lo que viste, me gustaría haberlo visto, porque yo creo que alucinaría, ahora parece que soy más niña que hace 40 años.

Anónimo dijo...

Alberto, nos has trasladado a un bello mundo mezcla de fantasía y realidad, llenos de mensajes que no debemos pasar por alto. Sigue escribiendo así.

Gabriel Meléndez Muñoz dijo...

Me ha gustado mucho, además parecía que a la misma vez que leía me trasladaba a ese rincón tan mágico el cual nos describes en tu relato. Mis felicitaciones.

Anónimo dijo...

Ademas de buen senderista y fotografo eres escritor??? Luis eres una caja de sorpresas!!!!

Ana dijo...

Luis Alberto Te animo a que sigas escribiendo porque mientras lo leía yo también estaba allí sabes transmitir muy bien lo que quieres expresar y ademas los mensajes
están ahí, para que nos demos cuenta que tenemos que cuidar nuestros bosques son los que nos dan el agua, el oxigeno en difinitiva la calidad de vida ANIMO

Anónimo dijo...

Gracias por este magnifico relato.

Unknown dijo...

Un bello cuento con un mensaje importante la conservación de nuestros alcornocales

Ana dijo...

Precioso relato. Enhorabuena Luis Alberto

salvador andrades dijo...

Espectacular amigo Piña, creo que este puede ser el principio de una gran novela de las tuyas que creo que encajaría perfectamente con todos aquellos que amamos la naturaleza...sigue escribiendo así que seguro algún día llegarás lejos!

Sebas dijo...

Muy bonito y lleno de paz. Una delicia las descripciones del entorno. Enhorabuena. Lo comparto.